No fue el primero a quien le tocó ser marido de una reina de Inglaterra ; lo había sido un siglo antes Alberto de Sajonia, el amor, mentor y apoyo incondicional de la reina Victoria, tatarabuela de Isabel II, pero sí ha sido el modelo para todos los consortes reales del siglo XX. Felipe, hijo menor del príncipe Andrés de Grecia y de la princesa Alicia de Battenberg, nació en Corfú (Grecia) el 10 de junio de 1921, como príncipe griego, pero siempre fue británico. Fue su tío Luis Mountbatten, el célebre virrey de la India, asesinado por el IRA en 1979, quien se ocupó del chaval y , de alguna manera, lo educó y utilizó para cumplir su sueño de controlar la corona de Inglaterra.
Mounbatten (apellido que a principios XX sustituyó al original Battenberg) siempre se consideró más listo y mejor preparado que sus primos Windsor, pero su puesto en la lista de sucesión al trono no le permitía hacerse ilusiones. Su modo de llegar a Buckingham fue a través de su sobrino Felipe, un apuesto joven oficial de la Armada, al que apadrinó y a quien no tuvo mucho trabajo para convencerlo de que enamorara a la princesa Isabel. La hija mayor del rey Jorge VI cayó rendida, y en 1947, con sólo 21 años, se casó con Felipe de Grecia, de 26, a quien se le dio el título de duque de Edimburgo. Hasta la coronación de Isabel II, el matrimonio vivió un idilio; la princesa fue esposa de oficial mientras Felipe estuvo destinado en Malta y luego, juntos recorrieron todos los países de la Commonwealth, la mayoría de ellos exóticos y lejanos. Con dos hijos, Carlos y Ana, Isabel fue proclamada reina, y su marido pasó a ser quien caminaba seis pasos por detrás de ella. Como consorte fue impecable, aunque se permitió no pocas aventuras galantes e incluso algunas parejas más o menos estables. Todo con discreción y sin dar escándalos. Felipe de Edimburgo destacó más por su habilidad para meter la pata, pero su natural encanto le permitió salir airoso de todos los jardines en los que se metía. Su habilidad para hacerse el gracioso era proverbial, como cuando en el recorrido por un centro social, la reina Isabel preguntó a un invidente si le quedaba algo de visión y el duque añadió: “no le queda nada, a juzgar por la corbata que lleva”. O cuando, en una visita a China, les aconsejó a unos estudiantes británicos que no estuvieran mucho tiempo en aquel país porque acabarían con los ojos rasgados. Con todo, Felipe de Edimburgo logró aceptar su papel de segundón con mucha más alegría que Enrique de Monzepat, el fallecido marido de Margarita de Dinamarca, que hasta el último momento de su vida se lamentó de no haber recibido el título de rey. El marido de Isabel II no ha sido tampoco un depresivo crónico como fue Claus von Amsberg, el esposo de Beatriz de Holanda, que nunca pudo asumir las críticas que los holandeses le hicieron por un supuesto pasado nazi. No era cierto, pero el príncipe Claus jamás lo superó esas críticas. Felipe de Edimburgo es un señor que siempre cumplió con su papel, un gentleman, un inglés tan típico y tópico que ha disfrutado de la caza, los caballos, los perros, las mujeres, los castillos en Escocia, los chaquetones Barbour y las botas de agua Hunter y, en los actos oficiales lució como nadie bombín y abrigo de lana de Shetland. Su única hija, Ana, fue su preferida por ser la más parecida de carácter, mientras que a Carlos, el heredero, siempre le consideró un pusilánime y cuando era adolescente no se le ocurrió otra cosa que enviarlo al estricto internado de Escocia, el mismo en el que él había estudiado en los años 30, y donde el actual heredero, dónde en vez de templar el carácter del actual heredero le convirtieron en un joven inseguro y débil. De Andrés y Eduardo aún se ocupó menos, aunque el menor, a diferencia del duque de York, el preferido de la reina Isabel, nunca le dio un disgusto.